Los antiguos romanos, al igual que nosotros, se relacionaron con el medio ambiente a través de tres acciones principales: conocerlo lo mejor posible, aprovechar sus beneficios con sostenibilidad y disfrutar de su belleza. Aunque no desarrollaron una conciencia ecológica y pensaban que la naturaleza debía ser dominada por el hombre para su uso y disfrute, no dejaron de hacer observaciones y de llevar a cabo actuaciones que hoy consideraríamos ecológicas.

Fernando Lillo nos conduce de forma amena a la par que rigurosa por los pensamientos y acciones de quienes concebían la naturaleza como un lugar muchas veces ideal y heredero de la Edad de Oro, que, sin embargo, necesitaba de la mano del hombre para desarrollarse. El hombre romano explotó los bosques, pero también disfrutó de ellos. Intentó dominar las aguas, que consideraba divinas, y profanó las entrañas de la tierra haciéndose a la vez daño a sí mismo. Sometió al mundo animal, aunque también fue capaz de respetarlo y amarlo. En la propia Roma sufrió los inconvenientes de una gran ciudad con problemas de tráfico, ruidos y contaminación, al mismo tiempo que soñaba con retirarse a la tranquilidad del campo.

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