La última lección del curso de Introducción a la Filosofía de la Escuela de Filosofía del Ateneo de Valencia llevaba por título ¿Cómo muere un filósofo? Una de las constantes del curso ha sido la afirmación de que pensar qué es la filosofía está casi indisolublemente ligado a pensar qué representa la figura de Sócrates. En consonancia, esta última sesión versó sobre el Fedón de Platón y, de este modo, Antonio Lastra hizo coincidir el final del curso con el diálogo que representa el final de la vida de Sócrates. Si planteamos la disposición de los diálogos platónicos según su ordenación dramática, basándonos en la representación que ofrecen de la vida de Sócrates, el Fedón sería el diálogo que figuraría en último lugar.

Antonio Lastra aprovechó un texto de Joseph Addison, en el que se dice que Catón se suicidó con el Fedón en la mano y que lleva por título Catón: una tragedia, para poner de relieve dos errores centrales, puesto que tal vez los diálogos platónicos sean sobre todo una comedia y, en el Fedón, Sócrates afirma que el suicidio está prohibido. Los diálogos platónicos serán una comedia en la medida en que propongan la posibilidad de que nuestra situación no sea desesperada, de que la tragedia no sea la última palabra.

¿En qué sentido, entonces, el Fedón puede representar a la vez la última palabra de Sócrates, de la obra de Platón y de nuestro curso de introducción a la filosofía? Las últimas palabras de Sócrates son una revisión de la mitología, una risa, la proposición de la misología (o el odio al logos) como el verdadero minotauro al que enfrentarse, una despedida caracterizada por la completa ausencia de temor, la petición de que se pague a Asclepio un gallo que se le debe y la composición de su semblante. Sobre el gallo dijo Antonio Lastra que era la deuda que se había de pagar porque Platón, de quien se nos dice que estaba enfermo, se ha curado y gracias a ello será capaz de escribir los diálogos. Lo demás, se nos dijo, representa el intento de ofrecer los términos para hacer posible que la conversación se mantenga y que cada uno de los interlocutores del diálogo y nosotros, los lectores, lleve una vida examinada y ascendente sin desesperar y con capacidad para ser felices. El filósofo, por tanto, muere como ha vivido.

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